Ah, Marrero, ¡qué golpes da la vida!… Llego a tu casa y ahí estás, en la silla de ruedas que siguió a la fractura de cadera. Te me acerco, y te cojo la diestra y te la estrecho, y te digo “felicidades, Connie”, ese Connie de la pelota americana que tanto te gustaba. Pero tú no me escuchas. La verdad es que jode decirlo porque a uno, que se empeña en graduarse de inocente, se le antoja que sus héroes deportivos son invulnerables y perennes.